Los orígenes, los primeros pasos hacia la agricultura
El Paleolítico, la más extensa de las etapas de la prehistoria, se prolonga durante más de dos millones de años, desde la aparición de los primeros homínidos del género Homo hasta aproximadamente el 10.000 a.C. Durante este vastísimo periodo, que constituye más del 95% de la historia de la humanidad, los seres humanos no conocían la agricultura ni la ganadería, y dependían por completo de la caza, la pesca y la recolección para subsistir.
La vida en el Paleolítico estaba marcada por la movilidad constante. Los grupos humanos eran nómadas, organizados en bandas de entre 20 y 50 individuos, que se desplazaban de acuerdo con la disponibilidad de recursos en cada estación. Este estilo de vida itinerante no permitía acumular grandes bienes materiales, pero sí exigía un profundo conocimiento del medio ambiente. La supervivencia dependía de reconocer qué frutos eran comestibles y cuáles venenosos, distinguir entre plantas nutritivas y otras medicinales, saber rastrear animales, prever las migraciones de los herbívoros o detectar el momento en que los ríos se llenaban de peces.

La recolección constituía probablemente la mayor parte de la dieta: raíces, tubérculos, semillas, hojas tiernas, bayas y frutos silvestres eran esenciales. La caza complementaba esta dieta vegetal con proteínas y grasas, aunque no siempre era abundante ni fácil. Los animales cazados variaban según el entorno: desde grandes mamuts y bisontes en las estepas frías hasta ciervos, jabalíes y aves en los bosques templados. A esto se sumaba la pesca y la recolección de mariscos, que en muchas regiones costeras proporcionaba una fuente estable de alimento.
Aunque no se practicaba aún la agricultura, es innegable que el Paleolítico sentó las bases cognitivas y culturales que la harían posible más tarde.
Al observar la naturaleza, los humanos descubrieron que las plantas nacían de semillas, que algunas brotaban después de las lluvias, que ciertos suelos favorecían su crecimiento y que el fuego podía transformar un paisaje. De hecho, uno de los aspectos más reveladores es que, al consumir frutos y arrojar las semillas cerca de los campamentos, algunas germinaban de manera espontánea. Ese fenómeno, repetido en distintas ocasiones, debió de despertar en los grupos humanos la intuición de que la vida vegetal podía “reproducirse” intencionalmente.

El fuego, descubierto y dominado en el Paleolítico, tuvo un papel crucial no solo en la cocina, sino también en la relación del ser humano con la naturaleza. Cocinar los alimentos permitió ablandar raíces duras, eliminar toxinas y hacer digeribles ciertos vegetales que de otro modo serían imposibles de consumir. Pero además, el fuego se convirtió en una herramienta de transformación del paisaje: en muchas regiones se practicaban quemas controladas para limpiar áreas de maleza, facilitar la recolección y atraer animales a los nuevos brotes tiernos que crecían tras el incendio. Esta práctica, documentada en pueblos cazadores-recolectores incluso en épocas recientes, puede considerarse una protoforma de manejo agrícola, pues alteraba deliberadamente el ecosistema para obtener un beneficio alimenticio.
También debemos considerar el papel de la memoria colectiva y la transmisión cultural. En el Paleolítico no existía la escritura, pero el conocimiento se transmitía de generación en generación mediante la tradición oral y la práctica diaria. Reconocer cuándo maduraban ciertos frutos, qué semillas podían almacenarse, dónde crecían las plantas medicinales o en qué época migraban los animales, eran saberes compartidos por toda la comunidad. Esta acumulación de experiencias permitió desarrollar un saber ecológico tradicional, sin el cual la futura agricultura hubiera sido impensable.
Otro aspecto clave fue la experimentación inconsciente con el entorno. Se sabe que los humanos paleolíticos construían refugios, usaban pieles para resguardarse del frío y fabricaban herramientas de piedra, hueso y madera. En ese proceso de interacción con la naturaleza, es muy probable que también observaran cómo las plantas respondían a ciertos cambios: cómo crecían mejor en suelos removidos, cómo algunas germinaban tras un incendio o cómo los excrementos de animales favorecían la aparición de hierbas más verdes. Estos hallazgos empíricos no se tradujeron aún en agricultura, pero fueron acumulando un saber práctico que sería decisivo en el Neolítico.
La relación simbólica con la naturaleza también merece mención. El arte rupestre, las pinturas en cuevas y las figurillas del Paleolítico reflejan una cosmovisión en la que los animales y la fertilidad de la tierra tenían un papel central. Si bien en esta época no existía el cultivo organizado, la preocupación por la abundancia de alimentos y por los ciclos vitales ya estaba presente en la mentalidad humana. Esta dimensión espiritual quizá reforzó la observación atenta de los procesos naturales, incluida la germinación de plantas, que más tarde se integraría en los primeros ritos agrícolas.
El Paleolítico fue una era sin agricultura, puede considerarse el laboratorio natural donde se gestaron las condiciones intelectuales, culturales y técnicas que la harían posible. La domesticación de las plantas no surgió de la nada en el Neolítico, sino que fue el resultado de millones de años de convivencia, observación y experimentación inconsciente con la naturaleza. La transición de la recolección a la agricultura fue lenta y gradual, y no puede entenderse sin este trasfondo paleolítico en el que la humanidad aprendió a leer y a transformar su entorno.