Glifosato en la Encrucijada: ¿Héroe o Villano en la Agricultura del Mañana?
Desde su introducción en la década de 1970, el glifosato ha revolucionado la agricultura mundial. Este herbicida, considerado durante décadas como una herramienta esencial para el control de malezas, ha permitido a los agricultores incrementar la productividad, reducir la erosión del suelo y simplificar las prácticas agrícolas. Sin embargo, su amplio uso ha suscitado un intenso debate a nivel científico, regulatorio, social y político, que trasciende las fronteras del campo para convertirse en un símbolo de las tensiones entre progreso tecnológico, salud pública y sostenibilidad ambiental.
¿Qué es el glifosato y cómo se utiliza en la agricultura?
El glifosato (N-fosfonometil glicina) es un herbicida no selectivo, post-emergente y de amplio espectro, fue sintetizado por primera vez en la década de 1950, pero no fue hasta 1974 que Monsanto lo lanzó al mercado bajo la marca comercial “Roundup”. Desde entonces, se ha consolidado como el herbicida de mayor volumen de venta a nivel global, empleado tanto en sistemas intensivos mecanizados como en pequeñas explotaciones.
La clave de su efectividad radica en su modo de acción: bloquea la enzima 5-enolpiruvilshikimato-3-fosfato sintasa (EPSPS), esencial para la ruta metabólica del ácido shikímico, un camino bioquímico fundamental para la síntesis de aminoácidos en plantas y ciertos microorganismos. Dado que esta ruta no existe en animales, el glifosato fue inicialmente considerado de baja toxicidad para humanos y animales.
“En el corazón de la agricultura moderna late el glifosato: un compuesto que transformó la manera de cultivar y alimentar al mundo.”
Su introducción coincidió con el auge de los cultivos genéticamente modificados, específicamente aquellos diseñados para tolerar la aplicación de glifosato sin sufrir daños, conocidos como “Roundup Ready”. Estos cultivos como: soja, maíz, algodón y otros, permitieron aplicar el herbicida directamente sobre el campo, controlando malezas sin afectar el cultivo principal, lo que facilitó la siembra directa, redujo la necesidad de laboreo mecánico y, en teoría, contribuyó a una agricultura más sostenible.
El impacto fue inmediato y profundo: el glifosato se convirtió en el herbicida más utilizado a nivel mundial, representando alrededor del 60% del mercado global de herbicidas y siendo indispensable para la producción agrícola en más de 160 países. Su capacidad para controlar malezas de forma efectiva, rápida y económica contribuyó a aumentar la productividad agrícola, reducir costos y facilitar la expansión de la frontera agrícola.

Beneficios y desafíos emergentes
Desde una perspectiva fisiológica, el glifosato inhibe la enzima 5-enolpiruvilshikimato-3-fosfato sintasa (EPSPS), un componente clave en la ruta del shikimato, presente exclusivamente en plantas, bacterias y hongos. Esta vía es responsable de la biosíntesis de aminoácidos aromáticos esenciales: fenilalanina, tirosina y triptófano. Al bloquear esta ruta, el glifosato interrumpe la síntesis proteica y de metabolitos secundarios críticos, provocando un colapso metabólico progresivo y la muerte de la planta.
El herbicida se aplica típicamente por vía foliar y es absorbido por las hojas, translocándose luego por el floema hacia meristemos en crecimiento, donde se produce la mayor actividad biosintética. Este mecanismo de acción sistémico le confiere una gran eficacia contra una amplia gama de especies vegetales, tanto monocotiledóneas como dicotiledóneas, anuales y perennes.
Desde el punto de vista agronómico, el glifosato se ha convertido en una herramienta insustituible para el manejo de malezas. Su uso ha permitido la implementación de sistemas de siembra directa, reducción de labores, disminución del uso de otros herbicidas más persistentes, y mejoras significativas en la eficiencia operativa y económica.
En siembra directa, el control de malezas mediante glifosato reduce la necesidad de labores mecánicas, preservando la estructura del suelo, minimizando la erosión hídrica y eólica, y conservando la humedad superficial. Esta práctica ha sido fundamental para preservar suelos frágiles en regiones como la llanura pampeana argentina, el sur de Brasil o el Midwest estadounidense.
“Reducir labores mecánicas y preservar la estructura del suelo: la revolución agronómica que permite el glifosato en las grandes regiones agrícolas del mundo.”
Asimismo, su uso en aplicaciones pre-siembra permite establecer cultivos sobre coberturas vegetales muertas, favoreciendo el control físico de nuevas emergencias y contribuyendo a la supresión biológica a través de efectos alelopáticos y competencia radicular. Esto se traduce en un menor requerimiento de insumos y una mejora en la eficiencia hídrica.
Desde el punto de vista económico, el glifosato es significativamente más barato que otros herbicidas con espectros similares, lo cual lo hace accesible a productores de diversas escalas. Además, su compatibilidad con maquinaria moderna permite integrar su aplicación con otras labores agrícolas, optimizando tiempos y costos.
Sin embargo, su uso intensivo y continuo ha favorecido la aparición de resistencias. Hasta la fecha, se han documentado más de 50 especies con resistencia confirmada. Estas resistencias pueden manifestarse por mecanismos como la sobreexpresión de EPSPS, mutaciones en el sitio de acción, reducción de la absorción/translocación, o degradación metabólica acelerada. El caso de Amaranthus palmeri, por ejemplo, ha demostrado una plasticidad genética notable, con duplicación génica del objetivo del herbicida.
Para contrarrestar esta problemática, se requiere un enfoque de Manejo Integrado de Malezas, que combine prácticas culturales (rotación de cultivos, uso de coberturas), mecánicas (labranza puntual, desmalezado) y químicas (rotación de modos de acción, mezclas sinérgicas). Sólo así es posible preservar la utilidad del glifosato y evitar una espiral de dependencia y obsolescencia.
“El Manejo Integrado de malezas emerge como la fórmula para prolongar la vida útil del glifosato, combinando rotación de cultivos, técnicas mecánicas y alternancia química.”
La eficacia agronómica del glifosato, en síntesis, es incuestionable en términos de control de malezas y aporte a la sustentabilidad productiva. No obstante, su éxito ha llevado a una dependencia que plantea desafíos de sostenibilidad técnica y ecológica. La clave está en su integración racional, estratégica y regulada dentro de sistemas productivos diversificados y adaptativos.
La controversia sobre la toxicidad: ciencia bajo lupa
Aunque el glifosato fue inicialmente considerado seguro para la salud humana, a partir de la década de 2000 comenzaron a surgir estudios que sugerían posibles riesgos asociados a la exposición, en particular en entornos rurales donde el contacto con el herbicida es más frecuente. La preocupación principal gira en torno a la potencial carcinogenicidad del glifosato y sus efectos tóxicos en órganos como el hígado y riñón, además de posibles daños al sistema endocrino y al microbioma intestinal.
El punto de inflexión se produjo en 2015, cuando la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC), parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), clasificó al glifosato como “probablemente carcinogénico para los humanos” (Grupo 2A). Esta decisión se basó en estudios epidemiológicos limitados pero preocupantes, evidencia de carcinogenicidad en animales de laboratorio y datos sobre daño genotóxico.
Este informe provocó un terremoto en la comunidad científica, regulatoria y social. Por un lado, numerosas agencias reguladoras como la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA), la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) y la Agencia Francesa de Seguridad Sanitaria (ANSES), realizaron evaluaciones independientes y concluyeron que, cuando se usa de acuerdo con las instrucciones, el glifosato no presenta un riesgo carcinogénico significativo para la salud humana. Estas agencias señalaron limitaciones en algunos estudios de la IARC y enfatizaron que la exposición típica en condiciones reales es mucho menor que los niveles que causaron daño en estudios experimentales.
La disparidad entre estas evaluaciones refleja diferencias metodológicas y filosóficas: mientras la IARC evalúa el potencial carcinogénico intrínseco de la sustancia, otras agencias consideran también los niveles y vías de exposición realistas para la población.
Además del potencial cáncer, se han reportado otros efectos en estudios toxicológicos y epidemiológicos, incluyendo alteraciones endocrinas, efectos en la fertilidad, toxicidad hepática y disrupción de la microbiota intestinal. No obstante, muchos de estos hallazgos carecen de replicabilidad o presentan un nivel de evidencia que aún genera debate. La exposición humana directa suele ser baja, y la mayoría de los riesgos se asocian a poblaciones agrícolas con alta exposición laboral.
“El debate sobre el glifosato refleja una encrucijada científica y social: proteger la salud sin perder de vista el papel crucial del herbicida en la agricultura moderna.”
Impactos ambientales y ecosistémicos
El glifosato no afecta solo a las plantas objetivo. Su aplicación masiva tiene consecuencias en el ambiente que aún están en estudio. Por su alta solubilidad en agua, puede lixiviar y contaminar cursos de agua superficiales y subterráneos, afectando organismos acuáticos como algas, peces y macroinvertebrados. Aunque se degrada relativamente rápido en el suelo, su metabolito principal, el ácido aminometilfosfónico (AMPA), persiste más tiempo y también puede ser tóxico para ciertos organismos.
En los suelos, la aplicación repetida puede alterar la comunidad microbiana, modificando procesos de descomposición y disponibilidad de nutrientes. Estos efectos pueden ser temporales o prolongados, dependiendo de la dosis, frecuencia y condiciones ambientales. Sin embargo, todavía hay un debate científico abierto sobre el alcance real y la importancia ecológica de estas alteraciones.
“El glifosato, aliado de la agricultura intensiva, es también un factor clave en la erosión silenciosa de la diversidad y el equilibrio ecológico.”
En términos más amplios, la dependencia del glifosato está vinculada a modelos de agricultura intensiva que simplifican el paisaje, reducen la diversidad de cultivos y afectan hábitats naturales, contribuyendo indirectamente a la pérdida de biodiversidad.
Regulación, litigios y el debate público
En Europa, el glifosato se ha situado en el epicentro de una de las polémicas más intensas en materia de agroquímicos de los últimos años. A pesar de múltiples evaluaciones regulatorias favorables por parte de agencias como la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) y la Agencia Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA), la opinión pública y numerosos sectores políticos han manifestado su oposición a la renovación del permiso de uso.
La controversia se intensificó tras la reclasificación del glifosato por parte del IARC (Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer) como “probablemente cancerígeno para humanos” (Grupo 2A) en 2015, lo cual fue interpretado por algunos sectores como una alerta sanitaria de gran envergadura. Si bien otras agencias regulatorias, incluyendo la EPA (Estados Unidos) y la ANSES (Francia), no han replicado dicha clasificación, la discrepancia generó un fuerte debate sobre los criterios científicos utilizados en la toma de decisiones regulatorias.
En el plano político, la Comisión Europea ha enfrentado repetidas divisiones internas respecto a la renovación de su autorización. En 2022 y 2023, numerosos Estados miembros, incluyendo Francia, Alemania y Austria, expresaron reservas o anunciaron planes de eliminación progresiva, a pesar del dictamen favorable del comité científico. Finalmente, en 2023 se acordó una extensión de 10 años para su uso, con nuevas condiciones sobre trazabilidad, reducción de dosis y aplicación dirigida.
“Extensión condicionada y tensiones crecientes: el glifosato marca un antes y un después en la política agrícola europea.”
El debate social ha sido amplificado por organizaciones ambientalistas y consumidores, quienes acusan a los reguladores de connivencia con los intereses corporativos de la industria agroquímica. Este fenómeno ha dado lugar a iniciativas ciudadanas como la “Stop Glyphosate Initiative”, que logró reunir más de un millón de firmas para solicitar la prohibición del herbicida.
En paralelo, el sector agrícola europeo advierte que la eliminación del glifosato sin alternativas agronómicas adecuadas podría desestabilizar la producción, especialmente en cultivos como el viñedo, los cereales y la fruticultura. En muchos casos, se trata de sistemas donde el control mecánico no es viable por razones técnicas, económicas o ambientales (pendientes, erosión, compactación).
La polémica no se ha limitado a la ciencia, sino que ha desencadenado procesos regulatorios, judiciales y políticos en todo el mundo. Algunos países europeos como Alemania y Austria han anunciado restricciones o prohibiciones progresivas del glifosato, especialmente en espacios públicos. Francia ha limitado su uso y promueve su eliminación gradual. En América Latina, el glifosato sigue siendo intensamente utilizado, pero enfrenta cada vez más resistencia social y judicial, especialmente en zonas periurbanas donde los riesgos a la salud son más evidentes.
En Estados Unidos, Bayer-Monsanto ha enfrentado miles de demandas legales de personas que alegan que la exposición prolongada al glifosato les provocó linfoma no Hodgkin, un tipo de cáncer. Algunos tribunales han fallado a favor de los demandantes, ordenando indemnizaciones multimillonarias, aunque Bayer continúa apelando y defiende la seguridad de su producto basado en la evidencia científica.
“Enfrentamientos legales y sociales por el glifosato exponen la fractura entre evidencias científicas y percepciones ciudadanas.”
El debate público y administrativo se ha polarizado, con posiciones que van desde la defensa férrea del producto por su papel en la seguridad alimentaria y el desarrollo agrícola, hasta su rechazo radical por grupos ambientalistas, movimientos campesinos y organizaciones de salud pública que abogan por la agroecología y métodos agrícolas libres de agroquímicos. Este conflicto ha puesto de manifiesto la desconexión entre la evidencia científica, las decisiones políticas y las percepciones ciudadanas. La falta de confianza en las instituciones y la creciente polarización social han generado un clima en el que la discusión técnica queda subordinada al enfrentamiento ideológico.
Narrativas en conflicto: ciencia, política y sociedad
El debate sobre el glifosato trasciende lo técnico para convertirse en un reflejo de las tensiones y contradicciones propias de las sociedades contemporáneas, donde ciencia, política, economía y cultura se entrelazan inevitablemente.
Por un lado, la narrativa científica busca anclarse en la objetividad, basándose en metodologías rigurosas para evaluar riesgos y beneficios. Sin embargo, la interpretación de la evidencia no es un proceso lineal ni exento de incertidumbres, lo que genera discrepancias entre distintos organismos reguladores y expertos. Por ejemplo, la clasificación de la IARC como “probablemente carcinogénico” contrastó con evaluaciones más benignas de la EPA o la EFSA. Estas diferencias metodológicas, centradas en criterios de evaluación y ponderación del riesgo, se trasladan al debate público generando confusión y desconfianza.
Pero la controversia no se limita a la esfera científica. Las percepciones sociales incorporan dimensiones emocionales, históricas y éticas, que a menudo quedan fuera de los estudios técnicos. Para comunidades rurales expuestas a fumigaciones aéreas, el glifosato no es un compuesto abstracto, sino una amenaza concreta a su salud y modo de vida, con relatos de enfermedades, pérdida de biodiversidad y deterioro ambiental. Para los consumidores urbanos preocupados por la calidad y seguridad de los alimentos, el herbicida simboliza los riesgos de la agricultura industrial.
“Más allá de la química, el debate sobre el glifosato revela tensiones profundas entre conocimiento científico, emociones sociales y poder económico.”
Por otra parte, están los intereses económicos y políticos, donde grandes corporaciones agroquímicas y agrícolas tienen un peso significativo en la definición de políticas públicas y en la investigación financiada. La concentración del mercado, las prácticas de lobbying y la difusión mediática influyen en la percepción y regulación del glifosato, generando un clima de polarización y cuestionamiento de la independencia científica.
En suma, el glifosato se ha convertido en un símbolo de las tensiones entre desarrollo tecnológico y sustentabilidad, entre globalización y soberanía local, entre productividad económica y protección ambiental. En este escenario, el diálogo entre ciencia y sociedad es fundamental, pero complejo, pues implica reconocer no solo los datos objetivos, sino también las preocupaciones y valores de los distintos actores sociales.
Hacia una agricultura sostenible: alternativas y perspectivas
Frente a los retos planteados por el uso masivo del glifosato y sus consecuencias, la búsqueda de alternativas se ha convertido en un eje central para científicos, productores, ambientalistas y responsables políticos.
Una de las vías exploradas son los bioherbicidas, sustancias derivadas de microorganismos, extractos naturales o compuestos orgánicos que pueden controlar malezas con menor impacto ambiental y toxicológico. Sin embargo, estos productos enfrentan desafíos importantes: su eficacia suele ser menor o más variable que la de los herbicidas sintéticos; requieren condiciones específicas para su funcionamiento y tienen costos de producción y desarrollo relativamente altos. La investigación en biotecnología y microbiología está avanzando para superar estos obstáculos, pero aún falta tiempo para que los bioherbicidas puedan reemplazar masivamente al glifosato.
La tecnología digital aplicada a la agricultura con drones, sensores remotos, inteligencia artificial y sistemas de precisión abre nuevas posibilidades para optimizar el uso de herbicidas. Por ejemplo, la detección temprana y localizada de malezas permite aplicar dosis mínimas y focalizadas, reduciendo el volumen total de químicos y minimizando la contaminación ambiental. Estas tecnologías también facilitan el monitoreo continuo de la salud del cultivo y el suelo, lo que contribuye a un manejo integrado y más sostenible.
«La sostenibilidad agrícola se construye hoy con ciencia avanzada, tecnología digital y la sabiduría de la tierra para minimizar la huella del herbicida.”
Las prácticas agronómicas tradicionales y agroecológicas cobran protagonismo en este contexto. La rotación de cultivos y la diversificación promueven ecosistemas agrícolas más equilibrados, que dificultan el desarrollo de malezas resistentes y mejoran la salud del suelo. Los cultivos de cobertura, por ejemplo, actúan como “herramientas vivas” para suprimir malezas, reducir la erosión y aportar materia orgánica. El manejo integrado de malezas combina múltiples estrategias: químicas, biológicas, mecánicas y culturales, para minimizar la dependencia de un solo método.
Finalmente, la edición génica, mediante herramientas como CRISPR-Cas9, ofrece la posibilidad de diseñar cultivos con resistencia mejorada a estrés abiótico y biótico, o que puedan competir mejor contra malezas, reduciendo la necesidad de herbicidas. No obstante, esta opción está rodeada de debates éticos, regulatorios y sociales que condicionan su aceptación y uso.
En definitiva, avanzar hacia una agricultura sostenible implica integrar innovación tecnológica, conocimiento tradicional y políticas públicas que promuevan la diversificación, la salud ambiental y la equidad social.
En conclusión, el glifosato ilustra con claridad los complejos desafíos que enfrenta la agricultura contemporánea en un mundo globalizado y en transformación. Este herbicida ha sido, sin duda, una herramienta clave para aumentar la productividad y alimentar a una población creciente, pero también ha expuesto las vulnerabilidades de un modelo agrícola dependiente de insumos químicos y monocultivos.
La evidencia científica actual no ofrece un consenso absoluto sobre la seguridad del glifosato, y la pluralidad de opiniones refleja tanto la complejidad técnica como las diferencias en enfoques regulatorios y culturales. Más allá de la ciencia, el glifosato ha generado un debate social profundo, que confronta intereses económicos, derechos a la salud y visiones sobre el futuro de la alimentación y el medio ambiente.
“La clave para sistemas agrícolas resilientes está en diversificar estrategias, innovar con responsabilidad y fomentar la participación de todos los actores sociales.”
En este contexto, la sostenibilidad agrícola no puede reducirse a un único ingrediente o tecnología, sino que requiere un enfoque sistémico, que reconozca las interacciones entre ecosistemas, comunidades humanas y procesos productivos. La diversificación de estrategias de manejo, la innovación responsable y la participación inclusiva de todos los actores son condiciones indispensables para construir sistemas agrícolas resilientes y justos.
El glifosato, por tanto, es mucho más que un herbicida: es un símbolo y un desafío para repensar cómo producimos alimentos, cómo gestionamos los riesgos y cómo articulamos ciencia, política y sociedad para alcanzar un futuro sostenible.